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Wednesday, March 01, 2006

La Infancia en la Música

A los 4 años mi padre me obsequió un violín. Era 1/4 de violín. Lo compró en la "Casa Mozart" del Jirón Cusco (más tarde Emancipación), al costado del antiguo local del Conservatorio Nacional de Música. Tenía yo un maestro de violín. argentino, pero de procedencia italiana. Ballestro era un maestro severo y violento. Fumaba una pesada pipa tallada que despedia un fabuloso y aromático olor a vainilla que yo adoraba. Comencé mis clases con Ballestro (y su pipa) a los 5 años. Quería pertenecer a la orquesta sinfónica infantil de mi colegio, el Hans Christian Andersen. Mi hermano Pedro tocaba violín en esa orquesta y yo deseaba emularlo. El director del colegio, Constantin Sturner Popesku, un rumano amante de la música y la ferrea disciplina, había aconsejado a mis padres, después de un examen de actitud musical, que mi instrumento debía ser el piano. Pero yo, terco y enamorado de la orquesta, no transigí y Ballestro me tomó como su alumno y pronto como su mejor "sparring". Tipo violento e intolerante solía jalarme ferozmente la oreja cada vez que cometía un error. Un día, harto de sus abusos, mi 1/4 de violín terminó a parar en la cabeza de Ballestro con todo y pipa, y para asegurarme de la contundencia de mi contra-ataque volví a golpearlo con mi arco. Como era previsible abandoné a Ballestro, las clases y el violín.

En casa desde un año atrás contabamos con un espléndido piano alemán. Un Bluhtner hecho en Leipzig. Mi padre lo compró para mi hermana Maritza. Ella, indecisa, estudió y dejó el piano, estudió y dejó el ballet, estudió y dejó la pintura, y estudió y dejó cuanto quiso estudiar y dejar. Aún vive entre Lima, Boston y Madrid, todavía indecisa pero querida. A mi me fascinaba el piano. Me acercaba a él casi sin pensarlo. Inventaba melodias. Mi padre, que fue tenor profesional y pianista aficionado, me enseñó a tocar una vieja melodía rusa. “Ojos Negros” se llamaba, y yo la interpretaba al piano a mis 4 años mientras Ballestro me jalaba ferozmente la oreja.

Ahora que escribo un concierto para violín y orquesta viene a mi memoria todos estos recuerdos de mi niñez. Insólito verme hoy como compositor escribiendo una línea melódica para violín, sin la pipa de Ballestro. Pero el aroma de su fumar impregnado de vainilla todavía produce en mi reminiscencias encontradas, de una niñez brevemente ensombrecida por un maestro severo, pero enormemente gratificada por el descubrimiento sublime de la pasión y el arte de la Música.

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Cuatro niños sentados en una sala. Sus pies no llegan a tocar el suelo. Mis primos Gustavo y Mario, mi hermano y yo estamos en casa. Mi madre en la cocina y mi padre trabajando. Nosotros, sin llegar al suelo, escuchamos sentados sobre un enorme sofá verde el Concierto Número 2 para piano y Orquesta de Sergei Rachmaninoff interpretado por Arthur Rubinstein. Era un album de cuatro discos que además contenía el Concierto para Piano y Orqueta Número 1 de Peter Tchaikovsky y el Opus 16 de Edward Grieg. Mi padre me lo obsequió en mi cumpleaños. “Tres Conciertos Románticos” era el título del album de RCA Víctor que llenó mi verano y reafirmó mi amor por la Música. Mi hermano también recibió un obsequio valioso. En abril de ese mismo año, en el día de su cumpleaños, mi padre le obsequió los Conciertos 1 y 2 de Paganini para Violín y Orquesta, especialmente bello el primero que transita siempre mi memoria de comienzo a fin.

Un día estábamos sentados en el mismo sofá mis primos y yo cuando mi tío Héctor Villanueva llegó con un nuevo disco de 33 revoluciones. La carátula tenía la foto de enormes rascacielos iluminando la noche. Tenía yo 7, tal vez 8 años cuando escuché por primera vez la sorprendente música de George Gershwin. Era “Rhapsody in Blue”, pletórica de acordes disonantes, de ritmos increibles y de jazz. Me preguntaba cómo era posible crear esta música, cuál era su relación con la música romántica de Rachmaninoff, Grieg y Tchaikovsky, por qué no encajaba con ese patrón, con Chopin interpretado por George Bolet en otro disco de RCA que también me regaló papá, con las Sinfonías de Beethoven de Herbert von Karajan que reverente extraía de los cajones de mi padre para escucharlo en su vieja radiola Emerson, con el Quinteto “La Trucha” de Schubert que descansaba cuando podía en el mismo cajón al que también acudía mi hermano Pedro. ¿Qué era todo esto tan sublime que cautivaba mi corazón, mi alma y mi niñez? Era un torbellino infinito de sonoridades. Era la infancia en la Música.

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Sótico Zapata tocaba guitarra y cantaba tangos. También valses criollos, pero eran los tangos lo que le fascinaba. Vivía a la espalda de mi casa y allá me escapa yo para conversar con Sótico y escuchar su guitarra “argentina”. Tendría él unos cincuenta años o más. Cuidaba de una anciana, la señora Corina, que solía dar clases de canto y piano. Fue en aquella casa que conocí el tango o “la tristeza que se baila”. Todavía en los sesentas la mala reputación del tango arrabalero perseguía a sus cultores. El origen del tango proviene del lupanar. Y para una familia cristianamente dominical, como la mía, el tango podía ser abordado por los adultos, jamás por los niños. Sobre todo por sus letras, corrientes y tránsidas, de un “hombre abandonado” por una “ruín mujer”. Por ello Borges se quejaba del tango cantado y lamentero al que anatemizó sin ambages, llegando al extremo de aborrecer a Gardel.

En esos días aprendí hermosos tangos. “Uno”, “Mano a mano”, “Nostalagias”, “Guitarra Criolla”, “Sus ojos se cerraron”. “Cuesta Abajo”, “Volver” y otros tangos pasaron a ser parte de mi infancia. La televisión también colaboró con películas como “El día que me quieras”, con Carlitos Gardel cantando la canción del mismo nombre a una mujer enamorada.. Parece mentira que aquella música pudiera encandilar el alma de un niño. Después vinieron los discos de Gardel, de Hugo del Carril y otros cantantes eternos. En el mismo cajón de mi padre recogía siempre un disco fascinante que llevaba un título señero: “La Cumparsita: Catorce veces Inmortal”, o la reproducción de esa monumental obra del tango argentino por catorce distintas orquestas de renombre. Y después en el Conservatorio de Lima llegó para quedarse en mis corazón el tango instrumental y diferente de Astor Piazzolla: “Adios Nonino”, “Bailongo”, ‘Milonga para Tres”, música genial que hoy también acompañan mis pasos por las calles de Boston.

Por ello, no se si lamentablemente, y lo digo con toda honestidad, me siento más cerca del tango argentino que del vals peruano. Me conmueve más escuchar el tango (“Volver” me afecta mucho), cuya sonoridad asocio con el recuerdo querido de mis padres, con su juventud, con su sana muchachada y también, por supuesto, con ese gran cultor de “la tristeza que se baila”, el guitarrista y cantante de mi infancia, don Sótico Zapata.